¡Que extraño desaliento me envuelve!. ¿Cuál puede ser el
motivo de la postración que me aqueja?. ¿Por qué esta impotencia?, ¿Esta
sensación de pérdida?, ¿ésta impresión de desamparo?, ¡este no saber hacer
frente a los pequeños avatares diarios!.
Cualquier comentario, la más nimia observación hecha -en
la mayoría de los casos- con la mejor de las intenciones, me hiere en lo más
profundo, produciendo en mí, una extraña, insólita y desconocida desazón.
Últimamente huyo de la gente. Huyo de la gente porqué no puedo hacerlo de mi misma. Evito a
los amigos porqué su charla me impacienta. Busco con afán la soledad y no puedo
desprenderme de esta intransigente melancolía que parece ser mi eterna compañera.
En vano intento hallar un poco de sosiego. En vano busco
en la quietud de un pequeño pueblo lo que no he podido encontrar en el
dinamismo de la gran ciudad.
Sentada frente a la mesa, cerca de la ventana, miro sin
ver ni apreciar el apacible paisaje que hay tras los cristales. Observo con frialdad
el panorama, deteniéndome en las mil y una tonalidades de verdes que se abren
ante mis ojos, cada una diferente a la otra. Pinos, manzanos, sauces, algo mas
lejos, un par de viejos robles, hasta la misma hierba cambia su color
dependiendo del lugar donde se halla. Todo parece confabularse para crear esa
sensación de calma y placidez que con tanto afán busco y que tan lejos estoy de
sentir.
Cojo
un lápiz del cajón, junto con algunos folios
amarillentos por el tiempo e intento plasmar el paisaje que contemplan
mis ojos, pero que no sabe apreciar mi alma.
Fútil tentativa de llenar las horas muertas de ese día y de
otros muchos como ese. Las líneas rectas se pierden en la inmensidad del papel
sin llegar a encontrarse. En cuanto a las curvas, las sinuosas, las tortuosas,
nunca llegan a configurarse. La mina del lápiz se quiebra, busco pacientemente
el afilapuntas con el que sacarle nueva punta y poder continuar con el boceto
que parece resistirse. Esta vez lo que se rompe es el papel. Vuelvo a intentarlo
una vez más con idénticos resultados. Agotada la poca paciencia que me queda,
malhumorada, arrugo el papel en mis manos -como si con ese gesto pudiera
destruir también, lo que tanto me conturba- lo arrojó con furia a la papelera,
siguiendo su mismo camino, lápiz, sacapuntas y goma.
Me
levanto bruscamente provocando con ello, la caída de la silla en la que estaba
sentada. La ignoro y comienzo a pasear por la habitación, sintiéndome enjaulada entre esas cuatro paredes.
Transcurre un buen rato antes de que pueda
recobrar la calma. Coloco la silla nuevamente en su sitio, frente a la mesa, a
la vez que me siento. Con cierta obstinación por mi parte, tomo otro papel y
esta vez, ignorando el lápiz -el cual parece burlarse de mí desde un rincón de
la papelera- busco la vieja pluma que duerme "el sueño de los justos"
en uno de los cajones de la mesa desde hace más de dos largos años.
Empiezo
a escribir. En un principio, mi letra es clara, pequeña y redondeada. Pongo en
ello todo mi empeño y mis cinco sentidos. Mas, con el transcurrir de los
minutos y tras haber llenado algunos folios, esta se vuelve incomprensible,
grande y desigual. Advierto con estupor, que no soy capaz de dar forma concreta
a todo aquello que bulle en mi cabeza, a ese "algo" que está atormentándome
constantemente. Intento descargar en el papel toda la agresividad que llevo
dentro de mí y que está reconcomiéndome el alma.
Mis palabras carecen de sentido, y la media docena de
hojas manuscritas, están llenas de frases baldías -tan baldías como mi vida-
No tengo que pensarlo demasiado para que éstas terminen
en la papelera haciendo compañía al dibujo inacabado.
Salgo de la casa
dando un portazo que nadie oirá. Camino sin rumbo. ¿Que importa el camino que
tome, o la dirección que siga?... siempre termino regresando. Regresando a la
rutina de cada día.
No sé qué, quién o cual sentimiento oculto, me empuja a
entrar en el viejo convento al que no había vuelto desde que era niña.
Penetrar en aquel recinto, supone un asombroso cambio en varios sentidos, hasta
cierto punto un tanto brusco.
La atmósfera circundante tiene esa extraña frialdad que
dan los años, pero que resulta grata y tonificante en contraste con el
sofocante calor del exterior, calor inapropiado y agobiante para el tiempo en
que estamos.
Lo que en un principio parece silencio, no es tal. El suave, el armonioso y cadencial ritmo del
canto gregoriano, ejecutado por las blancas voces de la media docena de monjas
que allí viven, obra el mágico y perturbador hechizo del olvido.
Aquellas delicadas voces surgiendo de la oscuridad en la
que aparenta hallarse el ábside, vuelan a través del espacio llenándolo todo.
Seductoras notas que atraviesan el crucero llegando hasta mí, tocándome con ese
fascinador encanto que ha dejado al tiempo al otro lado de la puerta, y a mí,
-sentada en uno de los pocos bancos que se mantienen en buenas condiciones-
ahondar en mi interior.
Ahondar para descubrir con asombro y sin ningún motivo de
duda al respecto, la causa de la melancolía que me aqueja.
No sé el tiempo que transcurre. Lo que a mí me han
parecido apenas unos minutos, en el pequeño reloj de pulsera que descansa
incólume en mi muñeca, han transcurrido tres largas horas.
Abandono el edificio y vuelvo a casa plena de una
desconocida tranquilidad, que no había logrado sentir desde hacía años. Los últimos
rayos de un tímido sol otoñal, colorean de rojo intenso una solitaria nube que
medio lo oculta en su huida a poniente. Una nube tan solitaria como yo, aunque
ese detalle, carece ahora de importancia.
Siempre he estado tan preocupada por el futuro,
intentando hacer más cosas de las que podía. Pretendiendo abarcar lo que se
hallaba lejos de mí, ignorando el presente, que
no he sabido ver el secreto que guardan los muros de la vetusta abadía. Aquel
misterioso cántico, la armonía, la cadencia de aquellas voces blancas sin prisa
me reveló el arcano arte de vivir la vida.
Vivir la vida desde otro punto de vista. Desde otro
ángulo diferente al mío. Punto de vista
de aquel que no tiene prisa, del que sabe apreciar lo que tiene en cada momento
sin pensar en lo que podría tener. Del que disfruta con una simple puesta de
sol, sintiéndose millonario. Millonario de tiempo.
Pude comprender en toda su extensión el viejo adagio que
en cierta ocasión escuche a un viejo pescador: "Vive cada
día, como si este fuera el primero y el último de tu vida".