viernes, 24 de octubre de 2014

Horas inciertas

                                   

       ¡Que extraño desaliento me envuelve!. ¿Cuál puede ser el motivo de la postración que me aqueja?. ¿Por qué esta impotencia?, ¿Esta sensación de pérdida?, ¿ésta impresión de desamparo?, ¡este no saber hacer frente a los pequeños avatares diarios!.
       Cualquier comentario, la más nimia observación hecha -en la mayoría de los casos- con la mejor de las intenciones, me hiere en lo más profundo, produciendo en mí, una extraña, insólita y desconocida desazón.
        Últimamente huyo de la gente. Huyo de la gente  porqué no puedo hacerlo de mi misma. Evito a los amigos porqué su charla me impacienta. Busco con afán la soledad y no puedo desprenderme de esta intransigente melancolía que parece ser mi eterna compañera.
       En vano intento hallar un poco de sosiego. En vano busco en la quietud de un pequeño pueblo lo que no he podido encontrar en el dinamismo de la gran ciudad.
        Sentada frente a la mesa, cerca de la ventana, miro sin ver ni apreciar el apacible paisaje que hay tras los cristales. Observo con frialdad el panorama, deteniéndome en las mil y una tonalidades de verdes que se abren ante mis ojos, cada una diferente a la otra. Pinos, manzanos, sauces, algo mas lejos, un par de viejos robles, hasta la misma hierba cambia su color dependiendo del lugar donde se halla. Todo parece confabularse para crear esa sensación de calma y placidez que con tanto afán busco y que tan lejos estoy de sentir.
     Cojo un lápiz del cajón, junto con algunos folios  amarillentos por el tiempo e intento plasmar el paisaje que contemplan mis ojos, pero que no sabe apreciar mi alma.
      Fútil tentativa de llenar las horas muertas de ese día y de otros muchos como ese. Las líneas rectas se pierden en la inmensidad del papel sin llegar a encontrarse. En cuanto a las curvas, las sinuosas, las tortuosas, nunca llegan a configurarse. La mina del lápiz se quiebra, busco pacientemente el afilapuntas con el que sacarle nueva punta y poder continuar con el boceto que parece resistirse. Esta vez lo que se rompe es el papel. Vuelvo a intentarlo una vez más con idénticos resultados. Agotada la poca paciencia que me queda, malhumorada, arrugo el papel en mis manos -como si con ese gesto pudiera destruir también, lo que tanto me conturba- lo arrojó con furia a la papelera, siguiendo su mismo camino, lápiz, sacapuntas y goma.
       Me levanto bruscamente provocando con ello, la caída de la silla en la que estaba sentada. La ignoro y comienzo a pasear por la habitación, sintiéndome  enjaulada entre esas cuatro paredes. Transcurre un buen rato  antes de que pueda recobrar la calma. Coloco la silla nuevamente en su sitio, frente a la mesa, a la vez que me siento. Con cierta obstinación por mi parte, tomo otro papel y esta vez, ignorando el lápiz -el cual parece burlarse de mí desde un rincón de la papelera- busco la vieja pluma que duerme "el sueño de los justos" en uno de los cajones de la mesa desde hace más de dos largos años.
        Empiezo a escribir. En un principio, mi letra es clara, pequeña y redondeada. Pongo en ello todo mi empeño y mis cinco sentidos. Mas, con el transcurrir de los minutos y tras haber llenado algunos folios, esta se vuelve incomprensible, grande y desigual. Advierto con estupor, que no soy capaz de dar forma concreta a todo aquello que bulle en mi cabeza, a ese "algo" que está atormentándome constantemente. Intento descargar en el papel toda la agresividad que llevo dentro de mí y que está reconcomiéndome el alma.           
          Mis palabras carecen de sentido, y la media docena de hojas manuscritas, están llenas de frases baldías -tan baldías como mi vida-
         No tengo que pensarlo demasiado para que éstas terminen en la papelera haciendo compañía al dibujo inacabado.
         Salgo de la casa dando un portazo que nadie oirá. Camino sin rumbo. ¿Que importa el camino que tome, o la dirección que siga?... siempre termino regresando. Regresando a la rutina de cada día.

          No sé qué, quién o cual sentimiento oculto, me empuja a entrar en el viejo convento al que no había vuelto desde que era niña. Penetrar en aquel recinto, supone un asombroso cambio en varios sentidos, hasta cierto punto un tanto brusco.
      La atmósfera circundante tiene esa extraña frialdad que dan los años, pero que resulta grata y tonificante en contraste con el sofocante calor del exterior, calor inapropiado y agobiante para el tiempo en que estamos.
      Lo que en un principio parece silencio, no es tal.  El suave, el armonioso y cadencial ritmo del canto gregoriano, ejecutado por las blancas voces de la media docena de monjas que allí viven, obra el mágico y perturbador hechizo del olvido.
     Aquellas delicadas voces surgiendo de la oscuridad en la que aparenta hallarse el ábside, vuelan a través del espacio llenándolo todo. Seductoras notas que atraviesan el crucero llegando hasta mí, tocándome con ese fascinador encanto que ha dejado al tiempo al otro lado de la puerta, y a mí, -sentada en uno de los pocos bancos que se mantienen en buenas condiciones- ahondar en mi interior.
    Ahondar para descubrir con asombro y sin ningún motivo de duda al respecto, la causa de la melancolía que me aqueja.
      No sé el tiempo que transcurre. Lo que a mí me han parecido apenas unos minutos, en el pequeño reloj de pulsera que descansa incólume en mi muñeca, han transcurrido tres largas horas.
     Abandono el edificio y vuelvo a casa plena de una desconocida tranquilidad, que no había logrado sentir desde hacía años. Los últimos rayos de un tímido sol otoñal, colorean de rojo intenso una solitaria nube que medio lo oculta en su huida a poniente. Una nube tan solitaria como yo, aunque ese detalle, carece ahora de importancia.
     Siempre he estado tan preocupada por el futuro, intentando hacer más cosas de las que podía. Pretendiendo abarcar lo que se hallaba lejos de mí, ignorando el presente, que no he sabido ver el secreto que guardan los muros de la vetusta abadía. Aquel misterioso cántico, la armonía, la cadencia de aquellas voces blancas sin prisa me reveló el arcano arte de vivir la vida.
       Vivir la vida desde otro punto de vista. Desde otro ángulo diferente al mío.  Punto de vista de aquel que no tiene prisa, del que sabe apreciar lo que tiene en cada momento sin pensar en lo que podría tener. Del que disfruta con una simple puesta de sol, sintiéndose millonario. Millonario de tiempo.
      Pude comprender en toda su extensión el viejo adagio que en cierta ocasión escuche a un viejo pescador:  "Vive cada día, como si este fuera el primero y el último de tu vida".        






1 comentario:

  1. Desasosegante y dificil, creo que tengo el dia como el relato. La fotografia, sin embargo, preciosa y relajante

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